El descenso del Río Napo.
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Cada vez cuesta más sentirse aislado incluso en lugares remotos; Cada vez es más difícil viajar abandonado a la cadencia de la travesía sin horarios y sin prisas... Los países que tanto nos gusta recorrer por todo lo que ofrecen al viajero en cuanto a la pureza de sus culturas y la magnificencia de su entorno natural están inmersos en una carrera desbocada hacia ese tan cacareado “desarrollo”, que comporta al viajero una zancadilla a la improvisación y a la sorpresa.
Estudio el mapa de Sudamérica. Quiero explorar un territorio, una región sin tener en cuenta las fronteras políticas. Busco aquellas maravillosas manchas blancas sin cartografiar que a principios del siglo XIX atrajeron a tantos y tantos aventureros.
Utilizar un gran río como carretera es una experiencia magnífica. La primera vez fue en Laos descendiendo el Mekong, y es tal la paz que sientes cuando día tras día la quilla del barco abre las aguas como si fuera un cuchillo cortando manteca que difícilmente se olvida. Protegerte del sol durante el día dormitando bajo cualquier amparo y posarme en la proa al atardecer para observar a los delfines rosas dándome la bienvenida a su casa mientras el disco naranja se sumerge en las aguas de aquel rio infinito hizo jurarme que esa experiencia la volvería a repetir.
Quería descender el Amazonas. Inspirado por “El rio de la Desolación” de Javier Reverte que narra su periplo rio abajo durante tres meses donde una malaria casi se lo lleva antes de tiempo, me propongo hacer algo parecido. Me fijo que el rio Napo conecta con el Amazonas así que nos decidimos por éste enorme afluente del padre de todos los ríos.
Viajo con Tanya, una viajera dura como el acero y con los nervios bien templados. Habíamos recorrido las montañas, selvas y playas de Colombia por unas semanas y ahora queríamos hacer algo distinto.
Cruzamos la frontera entre Colombia y Ecuador a través del Puente internacional y la mínima población de “La Hormiga” poniendo rumbo a Nueva Loja con el sabor de la aventura en la punta de la lengua.

Al llegar a Nueva Loja, también conocida como Lago Agrio, y aún siendo la tercera ciudad de Ecuador en habitantes y una importantísima explotación petrolera, lo único que necesitamos de ella es comprar un par de hamacas. La hamaca o “chinchorro” es una de las pertenencias más preciadas del viajero de fortuna. Sólo necesitas complementarla con una mosquitera y tienes un hotel de mil estrellas allí dónde encuentres dos puntos de sujeción, tan variopintos entre ellos como una hierro retorcido en la pared de un matadero abandonado, un árbol centenario o la barra de un molino de viento herrumbroso cuya tétrica homilia nocturna te ayuda a conciliar el sueño en una noche ventosa.
Así que dispuestos a descender siempre hacia el Sur encarrilamos a Limoncocha, el embarcadero más cercano en un corto e incómodo trayecto en mototaxi.

Decenas de largas barcas flotan lánguidamente amarradas unas a otras. El grupo de barqueros juegan a los dados en el segundo escalón de hormigón que conforman unas prácticas gradas para embarcar y desembarcar personas y mercancías. Aun pensando en cómo entrarles se me acerca un chico joven, despeinado, descalzo y con un polo rojo descolorido y remendado.
- Quiere boleto, señor? Quiere boleto?
Creo que esnifa pegamento. Tiene los ojos fuera de órbita y sin vida, como los de un tiburón.
-Me gustaría hablar con algún barquero, sabes si sale alguno río abajo?
El muchacho sale corriendo e interrumpe la partida. Uno de los barqueros más mayores, rapado y con la camisa abierta se levanta pesadamente y viene a nuestro encuentro.
- Que desea?
-Buenas tardes, bajar el río. Hay posibilidad de llegar hasta Iquitos?
-Hay servicio regular hasta Cabo Pantoja.
El barquero habla de la extraña frontera entre Ecuador y Perú en esta región, con una guarnición militar destinada a proteger a los petroleros que recorren la zona cargados de crudo río abajo.
-Pero cree que desde allí podría ir agarrando barcas, canoas…lo que sea para llegar a Iquitos?
-El río ahora está bajo, no hay barcos que desciendan, es lo único que sé. Yo le llevo hasta Pantoja, no se apure. A partir de allí seguro que encuentra a alguien.
Era justo lo que quería escuchar.
Lo demás ya acabaría pasando.
Esperamos dos horas a que la lista de pasajeros engorde un poco. La completa un señor con un sombrero de cowboy y con un misterioso saco como equipaje, una anciana indígena arrugada y enjuta cargada de bultos y un grupo de estudiantes muy jóvenes que vuelven a sus comunidades.
En esta región amazónica las comunidades indígenas se concentran en la ribera del Napo y sus principales afluentes como el Coca o el Aguarico. La selva imposibilita el acceso al interior, por lo que aprovechan cualquier rincón habitable de ribera para establecer sus vivendas comunales a menudo encima de palafitos de madera ganándole terreno al río.
La barca recala en cada comunidad de nombres tan españoles como Providencia, El Pilche o El Retiro. Aunque nadie suba o baje, el barquero espera unos minutos por si alguien aparece. Incluso habiendo zarpado si ve a alguien en la orilla vuelve y pregunta. Si no quieren subir ni contestan, algo que me llamó la atención, y entonces el barquero prosigue la singladura. Nadie lo valora especialmente, ni siquiera dan las gracias cuando el barquero regresa a la orilla para recoger a alguien. Es algo cotidiano; el transporte es vital para el desarrollo, y cuando es tan precario la lógica dice que es mejor hacerlo dinámico.

Desde que hemos zarpado de Limoncocha escudriño el rostro del cowboy. Tiene a sus pies un saco y algo se mueve sin cesar en su interior. Al comentarlo a Tanya me mira impávida: “vete a saber tú que lleva éste ahí dentro”. Yo me muero de la curiosidad, pienso que puede llevar serpientes y aprovechando que me pide un cigarrillo le interrogo:
-Qué lleva en ese saco? Lo abre parsimonioso desatando el lazo y salen a la luz unos cuantos cachorros de perro. “Es extraño”, pensé, “no los he oído llorar…”
-Qué va a hacer con ellos?
-Son para comer.
El estómago me dio tres vueltas de campana.
Cuánto ha pagado por ellos? Yo le pago lo mismo y me los da. Le parece? Y acto seguido los fui soltando a todos.
Me vi rodeado de cachorros que no paraban de mearse en todos sitios, y al barquero no le gustó la escena, pendiente como estaba de todo. Se originó un pequeño caos provocado por un europeo con exceso de consciencia y seis o siete perrillos invadiendo la barca.
Ell cowboy se empezaba a impacientar.
Volví a atar todos los cachorros con sus correas hechas de cuerda de persiana pensando en qué hacer con ellos, pero su propietario me negó el negocio cuándo yo ya lo había dado por hecho. Me insistió que metiera a los animales en el saco y que no estaban en venta. Estuve urdiendo mil planes que me permitieran quedarme con los cachorros. Paramos en una playa a comer pescado asado más duro que una broca y el cowboy bajó con el saco, quizá protegiendo su propiedad.
Hicimos una nueva parada en Rocafuerte. Al verlo desembarcar y desaparecer con el saco a la espalda perdiéndose entre unas cañas me acabé de convencer que esa partida la había perdido, y los cachorritos también.

Nos deslizamos rio abajo cruzándonos constantemente con petroleros de manga ancha y de muy corto calado, preparados al igual que nuestra embarcación para navegar en época seca. La barca zozobra peligrosamente al cruzar las estelas que dejan tras de sí los horrendos navíos.
Al cabo de unas seis horas de navegación llegamos a Cabo Pantoja, la frontera entre Ecuador y Perú. En esta región de triple frontera entre Colombia, Ecuador y Perú no necesitas sellar el pasaporte, hay libre circulación por lo que no tuvimos que ir a visitar el puesto militar.
Descendemos de la barca, pago al barquero, cargamos las mochilas a un hombro y seguimos las indicaciones de la “Municipalidad” colina arriba. Preguntamos a una chica amabilísima en el interior del edificio colonial que hace de ayuntamiento si alguna embarcación va río abajo.
-No, no hay barcos en esta época del año, sólo petroleros y tienen muchos problemas para navegar. Aunque tengo que decirles… -y se rascó el mentón pensando-… ayer llegó a Cabo Pantoja un barco que tansportaba a gente de ribera desde Iquitos hasta aquí para traerlos a votar, estamos ahorita en elecciones municipales. Tal vez si hablan con el capitán podría llevarlos si se regresa a Iquitos.
Volvemos al embarcadero. En uno de sus extremos se encuentra el mencionado cascarón, destaca por ser la embarcación más grande. De color negro y blanco, es un desafío para la ingeniería naval que semejante engendro flote. Carece de forma, y posiblemente fue construido por una cuadrilla de ciegos borrachos.

Subo a bordo por un tablón puesto a modo de pasarela que se comba peligrosamente bajo mi peso. Después de preguntar tres veces a tres personas distintas doy con el capitán.
Es un hombre seboso, sucio y tuerto. Tiene una voz potente, se le ve acostumbrado a dar órdenes. Me gusta relacionarme con éstos tipos, para mi es un reto muy estimulante llegar a un entendimiento si la situación lo requiere. Lo primero que tengo que hacer es aceptar su posición de poder y su magnificencia para que así se anime a repartir gracia entre los mortales.
-Buenos días! Somos una pareja de españoles y me preguntaba si sería tan amable de llevarnos río abajo.
-A dónde?
-Rio abajo, si puede ser hasta Iquitos. De repente, escucho a mi espalda “Hello!!” Me giro y veo a una chica joven, de unos 25 años, con pinta de haber llorado y que se dirige a nosotros con una sonrisa.
-Is this boat going down the river?
La situación se vuelve un poco caótica. El capitán sudoroso esperaba poder hablar, la extranjera me pregunta algo que yo aún no sabía y se entrecruzaban constantemente hombres cargando con bultos arriba y abajo, gritando y empujando a diestro y siniestro.
-"Espera un momento que acabe de hablar con el capitán y te cuento". Le respondí en español un poco aturdido por la situación.
-Eres español?? Yo soy mejicana!! y se puso a llorar de nuevo…Como los lloros en ese momento no aportaban solución intenté captar la atención del capitán que ya había perdido interés.
-Perdone capitán, cómo se llama?
-Si quieren ir a Iquitos no tengo sitio para ustedes, los camarotes ya están ocupados.
-Camarotes? No nos hacen falta, con que podamos colgar las hamacas es suficiente. Cuántos días tardamos a Iquitos? -Yo ya me incluía a bordo.
-Se tarda tres días. Quizá en la cubierta de arriba podrían estar, está vacía y hay sitio para dos hamacas. Cuantos son?
-Somos dos. Cuánto nos cobra por pensión completa?
Estuvimos negociando un buen rato el precio del pasaje. Tres días de navegación con tres comidas al día y derecho a colgar la hamaca. Acordamos 50 euros por pareja, pagar en euros forma parte de la estrategia de negociación. Se mira el billete con desconfianza, aunque yo le dijera una y otra vez que tiene más valor que el dólar no se le ve muy convencido. Creo que era el primer billete de euros que habría visto en su vida.
Contentísimo por el resultado de la negociación corro a contárselo a Tanya cuando la encuentro en la orilla hablando con la chica mejicana, Daniela, ya más calmada. Me cuenta que estaba viajando rio arriba con un chico sudafricano, Izan, y que llegaron a Cabo Pantoja hacía dos semanas. Se quedaron atrapados al no encontrar a nadie que les llevara a Nueva Loja.. Con el paso de los días y sin ver una solución se instalaron en la desesperación. Daniela tenía que volver al trabajo, trabaja de asistenta personal de Shakira, y salían de gira en breve. Al ver el barco ésta mañana les dio un vuelco el corazón. Ahora entiendo su efusividad al vernos por primera vez a bordo. Le digo el precio del pasaje y me dice que no tienen dinero. Se gastaron todo el efectivo y desde hacía unos días viven de la caridad de la comunidad.
-No importa, nosotros os lo pagamos, pero tendréis que volver a Iquitos…
Loca de contenta, nos abraza y se va a buscar a su acompañante. En apenas 10 minutos tienen sus mochilas delante nuestro. Yo ya había hablado con el capitán y estudiado el lugar dónde viajaríamos los cuatro. Era precario pero suficiente.
Finalmente los cuatro nos juntamos en el castillo de popa, contentos cada uno por una razón, habiendo corrido la suerte a partes desiguales pero la felicidad de descender el Napo en esa chalupa infecta nos apetece mucho.
Acordamos quedarnos a custodiar las mochilas siempre uno de los cuatro; Como era seguro que el barco parara en cada comunidad a devolver a sus habitantes aprovecharíamos para bajar a tierra a husmear un poco.
Mientras esperábamos a zarpar, Daniela mucho más animada conversa con unas mujeres indígenas embarazadas. Se vuelve divertida confesándome que entre ellas hay una embarazada de 11 meses.
Apoyados en la barandilla, pocos espectáculos eran tan dignos de ver como el que tenemos delante. Los comicios municipales son todo un acontecimiento para la población local habituada a una vida dura y monótona. Al llegar a Pantoja y votar por su político preferido que les traería prosperidad se entregaron a una noche de celebración y excesos. Ahora suben al barco como almas en pena, en especial los hombres, muchos de ellos aún borrachos.
Se ubicaban a bordo bueyes, gallinas, cajas de madera, material para la construcción, sacos de grano, bultos de ropa, cacharros de cocina... Todo izado a pulso por una zarrapastrosa y anárquica tripulación, formada por buscavidas del puerto y chavales desarraigados sin familia, oficio ni beneficio.
Al no ser habitual la presencia de un barco de pasajeros en la región en esta época del año la operación se dilata dos días. Cuando parece que ya no cabe ni un alfiler a bordo se habilita un nuevo espacio de almacenamiento que hace peligrar la estabilidad de ese cascarón con pinta de ser ingobernable.
Las tres plantas de ese engendro fluvial se organizan así: en la cubierta principal y más baja se hacinan indígenas con sus animales y tenderetes entre un caos y un hedor acre indescriptible. Los excrementos de los animales nadie los recoge; La cubierta central estaba destinada al puesto de mando y a los camarotes de los ciudadanos de Iquitos, con cierto poder adquisitivo y que apenas salían del mismo al exterior, y en la tercera cubierta con unos diez metros cuadrados de superficie estábamos los cuatro extranjeros colgados de nuestros chinchorros y con nuestras pertenencias en medio del círculo central.

Encuentro lugares estratégicos para disfrutar de la travesía y contemplarlo todo. Veo caimanes tomando el Sol, decenas de monos alertando a los demás animales de nuestra presencia a nuestro paso, grupos de niños disfrutando del baño y que nos saludan a nuestro paso…
Trabo cierta amistad con una pareja de señores mayores iquiteños o charapas, como a ellos les gusta decirse. Nos cuentan que ese barco ha sido contratado por un político local que se hace llamar “El Pollo” cuya bandera es un pollito amarillo y que ondea en el palo mayor, me fijo. Un simple pollo en un fondo blanco, nada más. Un simbolo lo más simple posible que represente la ideología política que será la regla numero uno para darle a personas sencillas y normalmente analfabetas el sentimiento de pertenencia a una facción del estado que recoja sus inquietudes. Escogen un color, un animal o una flor, lo plantifican en carteles y banderas e inflaman a los ciudadanos a través de todo tipo de canales de comunicación y acciones políticas como en este caso la de este barco con este capitán y unos cuántos entusiastas a bordo que repiten hasta la saciedad las consignas de “El Pollo” y pagados con litros de cerveza.
Al arribar a cada embarcadero, éstos gritan con entusiasmo “POOOLLO, POOOOLLO!!” a lo que desde la orilla les contestaba la facción política opuesta “JAAAGUAR, JAAAAGUAR” provocando la imprescindible fractura social para cualquier estado de partidos. Y el pasaje, que no pagaba nada por el transporte y que de vez en cuando y de forma selectiva recibían una cerveza caliente por parte del capitán se lo agradecerían al “Pollo” con un voto envenenado que sirve sólo para hacerle más rico y más pobres a los dueños del “derecho” a votar. En ésta región, éste tipo de sucias prácticas políticas están normalizadas, me contaban mis amigos charapa. Lo decían avergonzados, pero para tranquilizarles les dije que en mi país pasa exactamente lo mismo. Es más grave, porque allí apenas hay analfabetización. Además, ni siquiera nos regalan cerveza para comprar el voto, sólo venden humo y nosotros pretendemos meterlo en un bote.
La señora charapa tiene en su propiedad un ejemplar del mono más pequeño del mundo, el “Cebuella pygmaea” el tití pigmeo, un sorprendente primate que al llegar a adulto pesa lo que una naranja,y que viaja aterrorizado enroscado todo el día al cuello de su patrona. Es una señora cultivada, una maestra jubilada. Me enseña muchas cosas de cómo va todo por allí. Tenemos largas conversaciones en proa viendo deslizarse nuestra embarcación río abajo sin tener en cuenta más estímulos que la brisa vespertina y las dulces palabras de aquella dulce señora cuyo nombre olvidé pero no su recuerdo.

A la hora de comer repica alegre una campana en la cocina.
Ernesto, la tañe.
Y es entonces cuando se produce la estampida.
Al oír la campana todo el pasaje menos los indígenas más pobres que cocinan su propia comida agarra su plato y sacando codos vuelan hacia la cocina para formar una cola pecho-espalda para obtener su pírrica ración de arroz con algo más. Si no tienes cacharro no comes. Si no corres lo sufiente no comes. Y si no hay comida por que el capitán y su tripulación se han gastado el dinero del pasaje en cerveza pues tampoco comes.
-Acordamos tres comidas al día, capitán.
La comunidad guiri-viajera me nombra interlocutor ante un capitán que grita a todo el mundo, da golpes a los objetos para intimidar, y que tienes que ser “de su banda” para poder beneficiarte de privilegios como comer cada día u obtener un nuevo plástico con el que proteger nuestro tambucho un poco más de la lluvia nocturna diaria.
Hay que tener mucha paciencia con aquel ser despreciable.
Y acepto el cargo divertido.
-No hay dinero para comer, coman con las señoras!
-Que comamos con los indígenas ahí abajo? Ese no fue el acuerdo. Pagamos 25 euros por persona por una semana de pensión completa, nos tiene que alimentar. Si no le lo diré a los militares en el siguiente puesto, yo soy militar en mi país y sé entenderme con ellos.
Espero que el farol funcione.
-Dígaselo a quien quiera, si no hay comida que quiere que haga?
-Capitán, ha comprado una cantidad enorme de cerveza en Puerto Carmen. Por eso no hay dinero para comida.
-ERNESTOOO…! Brama de golpe el desagradable capitán. Llega el ayudante de cocina. Un hombre joven travestido, cubierto con un atavío de mujer de color fucsia manchado de grasa encima de un pantalón corto hecho jirones, con una redecilla negra en la cabeza y maquillado como lo haría una niña de cinco años, a pegotes. Cada noche y después de beber hasta casi caer inconsciente se oía el mismo grito de “ERNESTOOO” desde el interior del camarote de aquella bestia inmunda, exigiéndole su ración de amor y gozándolo bien fuerte para que todo el mundo lo escuchara.
-Ernesto, lleva al señor español a cazar tortugas, que tiene hambre.
Si queremos comer debemos salir a cazar tortugas carnívoras de esas enormes y peligrosas que abundan por aquí y que forman parte de la dieta de la gente local. Cuando lo cuento al grupo suspiran contrariados. Tanya se ríe despreocupada pero Daniela e Izan lo están pasando mal, en especial Izan, empieza a contestar de malas maneras al capitán y eso nos puede perjudicar. Aquí no existen normas ni leyes para el día a día, está todo por inventarse y triunfa el más fuerte o el que más contactos tienen.
Y no es nuestro caso, así que paciencia si no queremos que nos lancen por la borda que muy capaz le creo a ese esperpento de capitán.
Decidimos comer sólo lo que casi siempre había, arroz con patacón, plátano frito, e intentar comprar alguna cosa en las numerosísimas paradas que hacemos en las comunidades. Bajamos normalmente Izan y yo, él armado con un machete enorme. Fue atracado dos veces en su viaje de un año por Sudamérica. Es un chico joven e impetuoso pero dueño de unas vivencias terroríficas de violencia callejera en su Ciudad del Cabo natal. En una de esas presenció el asesinato a tiros de su mejor amigo por un reloj.
Cada noche en el puesto de mando se organiza la de dios es cristo. Dormir es casi imposible antes de las dos o las tres de la madrugada. Fui invitado a esas orgías de cerveza y música indígena atronadora, la que habla sólo de desamores y chicas guapas. A éstos guateques sólo asiste la tripulación y sirve para adorar la figura del capitán. Me obligo a asistir un par de veces y en noches alternas por mi papel de interlocutor y para no desarrollar demasiada confianza con aquél animal, prefería mantener cierta distancia, relacionarse demasiado con éste tipo de elementos suele traer problemas. Cuando consideraba que ya estaban todos borrachos estuviera bebiendo con ellos o no me levantaba y desconectaba los altavoces para que pudiéramos dormir un rato y escuchar los ruidos nocturnos, de los mejores espectáculos auditivos que se puede disfrutar en el mundo, la noche amazónica por la noche y desde el río.

Después de varias paradas para dejar y recoger personas y mercancías desembarcamos en Santa Clotilde justo cuándo están desmantelando el mercado semanal. Queda un pequeño puestecito de chucherías repleto de esos pequeños sobres de plástico omnipresentes en toda la Amazonia y una enorme y única bolsa de panchitos caducada en el centro.
La compramos victoriosos y decidimos guardarla para la última noche a modo de banquete de despedida, aunque ese momento nunca llegaría porque en un descuido nuestro algún mocoso nos la debió robar.
Y nos fastidió como si nos hubieran cortado un brazo.
Una de esas noches de hamaca y whisky, Daniela cuenta que en Cabo Pantoja conoció un señor que tiene un amigo en Iquitos médico de ayahuasca. Así se les llama por estas tierras a los chamanes. Le dio unas indicaciones muy curiosas escritas en media cuartilla y que ella había guardado sin más. Esta noche y contentos de whisky como cada noche a bordo nos proponemos ir en busca del médico José de Iquitos para tomar ayahuasca.
Pero para eso aún tenemos que llegar a Iquitos y sobrevivir a la maravillosa travesía a pesar de la dureza del viaje.
La higiene sería un calvario para casi cualquiera menos para nosotros que lo vivíamos divertidos. Las aguas del Napo no son recomendables para el baño, sólo nos lo aconsejan en las zonas conocidas cerca de las comunidades pero es lógicamente dónde el agua está más sucia. Existe un parásito en estas aguas que atraído por el olor de la orina se mete por el prepucio y anida… .allí mismo.
El Vanellia cirrhosa o “Pez Vampiro” se suele quedar en la oscuridad del fondo del río, acechando en silencio a los peces vecinos. Allí la luz es escasa, pero el pez no necesita ver, tan sólo necesita seguir las huellas de urea y amoníaco que son expulsadas de las branquias. Es entonces cuando penetra a través de las branquias aprovechando su tamaño aproximado de un palillo y usa unas espinas para quedarse incrustado.

Entrar en los lavabos del barco después de unos días de travesía podría suponer contraer alguna enfermedad infecciosa, amén de las inevitables arcadas. Así que un poco de mugre, decidí, no mata a nadie.
La otra opción consiste en aprovechar la fuga de agua del circuito de refrigeración del motor, situada en la misma hélice, a pie de río en popa. Mientras uno de nosotros vigila que no pase nadie, los otros nos lavamos por capillas y usamos el mismo agua para lavarnos los dientes. Es de agradecer que el agua esté caliente aunque hubiera sido caldeada por hierros grasientos y oxidados a 1500 grados.
Al cabo de seis días de navegación la pareja “charapa” se impacienta. Dicen que este trayecto se cubre normalmente en dos días, pero como el pasaje es gratis porque paga “El Pollo” el capitán aprovecha para hacer sus negocios. El malencarado caudillo les responde con educación, quizá porque se sabe inferior intelectualmente.
-Ya llegamos, mami, ya llegamos, no se apure. Mañana no más.
Aún quedarían dos días hasta que llegamos a las afueras de Iquitos. Sólo queda agarrar un pequeño transporte en barca hasta el puerto de personas. La lancha vuela y en apenas unos minutos tocamos tierra iquiteña. Aquí tuve unas palabras con el capitán, contenidas durante días por el bien de la expedición pero que se me caen de la boca al trincarlo por banda con una valla metálica por en medio.

Oliendo a armario cerrado buscamos un alojamiento cómodo, una ducha doble y una pizzería. Y haciendo honor a las palabras de Solón “la saciedad engendra la desmesura” comemos y bebemos hasta reventar. Con la alegría embotellada del vino retomamos la idea de ir en busca del médico José para tomar ayahuasca. Izan y yo por un lado y las chicas por el otro, emplazándonos en nuestro hostal a las 17:00 de la tarde con el fin de compartir el resultado de la investigación de campo.
Al reencontrarnos y durante el segundo ágape desenfrenado trazamos un itinerario lo más detallado posible. Tenemos que ir a un barrio pobre de la periferia, con fama de peligroso y dónde apenas hay taxis dispuestos a entrar, nos dice todo el mundo.
A la mañana siguiente contratamos dos de éstos triciclos-taxis y empezamos la misión. Les pedimos que nos dejaran en la famosa casa azul de nuestras indicaciones y echamos a andar calle abajo. Formadas por chabolas de ladrillo sin acabar, las calles no están pavimentadas, todo está a medio hacer. Al llegar al “grifo” como llaman aquí a las gasolineras giramos a la izquierda hasta contar ocho torres de alta tensión. En la base de la última arranca el sendero que nos lleva a la casita pintada de blanco de José. Excitados, picamos a la puerta y nos abre un señor muy mayor con bigote y pelo blanco. Le decimos el motivo de nuestra visita y de parte de quién venimos. Nos hace entrar, nos sienta en el patio a la fresca y muy solemne nos dice:
-Ahora no puedo hacerles una ceremonia porque éstos días estoy cuidando de mi nieta. Pero les voy a llevar a la casa de mi mejor discípula, si no voy con ustedes no les recibirá. Ella se la dará.
Llamamos a tres taxis, seguimos las indicaciones de José hasta que llegamos a una cabaña de tablones, a diez minutos de trayecto. Entra en el interior diciéndonos que esperemos fuera, y a los dos minutos sale con una mujer indígena de unos treinta años, ancha de cadera y con varios dientes de oro, larga melena negra recogida en una cola y vestida con unas mallas amarillas y una camiseta de color blanco. Se presenta como la señorita Elena y nos hace pasar al interior de la vivienda donde tenía su altar rodeado de estampitas de santos y velas y con un fuerte olor a incienso que envuelve el ambiente.
Allí nos habla de la “ceremonia de depuración” y nos emplaza allí mismo al atardecer en ayunas.
Nos juntamos de nuevo en el saloncito con un grupo de seis o siete comadres. Estan viendo con atención un programa de esos que seleccionan a gente que canta, y apenas nos dicen buenas noches de lo absorbidas que están por el show. La señorita Elena nos enseña un lugar al fondo del corral totalmente a oscuras donde evacuar “por abajo” haciendo un gesto desde las nalgas por si nos hiciera falta. Todo el camino se hace por tablones justo encima de lo que es la cloaca de la zona. Y la cloaca pasa por dentro de la propiedad de la señorita Elena.
Es para no entender nada pero a la vez entender muchas cosas.
Empieza la ceremonia, la televisión sigue de fondo. No hay plumas, ni túnicas, ni músicas. No hay teatros ni puestas en escena. Simplemente un sencillo ritual naturalizado. Nos reparten un cigarro puro artesanal enorme para cada uno, y nos indican que lo encendamos. No debíamos tragarnos el humo. Las comadres hablan entre ellas de situaciones cotidianas, totalmente relajadas. Nosotros nos miramos inquisitivos, divertidos y expectantes. De fondo en la televisión canta una niña con voz de sirena de barco. Al punto empiezan a repartir un cubo de plástico para cada uno y lo ubicamos justo delante a nuestros pies, “para evacuar por arriba”, nos advierten.

La señorita Helena reparte un vaso de chupito de madera de una bebida hecha a base de liana de ayahuasca. “Esto es para preparar el cuerpo”, nos dice. El mismo chupito se rellena diez u once veces hasta que todos lo tomamos. En el programa de televisión una anciana canta heavy metal, la verdad es que lo hace muy bien pero las comadres no se lo perdonan; “Ya no tiene edad para hacer esas tonterías” dicen. “Fumen, fumen” nos dicen todas, “no dejen de fumar.
Cuando la señorita Helena dispone los cacharros para darnos el segundo chupito, ordena apagar la televisión. Nos quedaremos sin saber si la señora rockera pasa de fase o no. Alguien apaga la luz, y la escena queda en silencio e iluminada por las puntas incandescentes de los enormes puros. La señorita Elena toma una damajuana y con la ayuda de un embudo rellena una botella más pequeña de chacruna, una substancia alucinógena. Recibe ayuda de una acólita, y entre las dos preparan el elixir.
-Es posible que vean cosas, ustedes sacarán afuera lo que ustedes son por dentro hoy. La principal función de la chacruna es limpiar, yo les guiaré.
Y se puso a cantar el ícaro, un mantra suave que ayuda al trance. Mientras la señorita Elena y su acólita salmodiaban el vaso de chupito de madera corre entre las manos de todos los asistentes pasando de unos a otros hasta completar el círculo. Los gestos y voces se vuelven suaves y silenciosos. Entramos en recogimiento, cada uno consigo mismo. Siento un calor fortísimo primero en el cuello y luego en el estómago. Después las náuseas y la consecuente resistencia a vomitar en grupo. Pero empezó una comadre. Y otra. Y la de enfrente. Y entonces por simpatía me dejo ir, y arrojo. Como si no hubiera un mañana. Y detrás de mí mis amigos hacen lo propio. Y allí se monta una serenata de rugidos y suspiros que no sé ni como lo veía normal.
Y llegan las alucinaciones. Semanas atrás había estado buscando anacondas por la selva colombiana con un guía local durante dos días. Lo que vi y nos contó me impresionó, tengo una relación amor-odio con éstos primitivos animales. En mis visiones me visitan serpientes de todo tipo, pero yo no tenía miedo. Las veo como animales domésticos, hablaban entre ellas mirándome con naturalidad. Me recuerdan a las comadres. Vuelvo a arrojar, y la visión cambia al lugar de veraneo de toda mi infancia y juventud en un pequeño pueblo del pirineo aragonés. Allí estaba con Izan y los demás paseando por el pueblo y hablando de cosas absurdas. Todo esto con lo veo con los ojos abiertos, justo delante de mí.

Transcurrida toda la noche en un manso duerme-vela, tímidos rayos de luz se cuelan entre los tablones. Poco a poco voy volviendo a la realidad, todos están bien, Izan está blanco, no quiere contar nada. Nos despedimos de nuestra comunidad de ayahuasca con apenas dos frases, y después de llamar a un par de mototaxis para que nos lleve a nuestro alojamiento caemos destrozados en nuestras camas para tener extraños sueños de tortugas, barcos que desafían las más elementales reglas de la navegación, panchitos con whisky, sueños de amistad y de horizontes nuevos que nos recuerdan cada día la suerte que tenemos de estar vivos y poder hacer cosas.